domingo, 31 de octubre de 2010

Necesito una escapatoria que no termine en .txt

La vida debería llevar un manual de instrucciones, con las páginas en blanco, a fin de escribirlas uno mismo, pero con una nota a pie de página indicando dónde se encuentra el botón de reinicio o el corte de corriente.



¿Hasta qué punto podemos decir que nos suceden cosas positivas o negativas dependiendo de la forma en que miremos tales momentos?, ¿podemos mentalmente convertir algo negativo en positivo y viceversa forzándonos a ver el lado bueno o malo de la situación? Y si tuviesemos la posibilidad de eliminar tales sensaciones, favorables o desfavorables, ¿lo haríamos?, ¿acabaríamos con lo que nos agrada?, ¿con lo que no nos agrada?, ¿terminariamos directamente con las sensaciones o con los actos que producen tales sensaciones?. ¿Acabaré algún día de hacerme preguntas o encontraré antes el manual de instrucciones?

lunes, 18 de octubre de 2010

I'm a Medieval man

Hace poco una amiga, de cuyo buen criterio suelo fiarme, me dijo que estaba totalmente inmerso en la sociedad de consumo, lo cual me hizo pararme a pensar si realmente esto es así. Tras una extensa reflexión – no más de quince minutos – llegué a la conclusión de que cualquier apasionado de la tecnología estaba, necesariamente, atrapado en dicha sociedad, pero sus valores eran notablemente diferentes. Parafraseando al escritor del artículo “Sociedad de Consumo” encontrado en Wikipedia:

"Una de las críticas más comunes sobre la sociedad de consumo es la que afirma que se trata de un tipo de sociedad que se ha “rendido” frente a las fuerzas del sistema capitalista y que, por tanto, sus criterios y bases culturales están sometidos a las creaciones puestas al alcance del consumidor. En este sentido, los consumidores finales perderían las características de ser personas humanas e individuales para pasar a ser considerados como una masa de consumidores a quienes influir a través de técnicas de marketing, incluso llegando a la creación de “falsas” necesidades entre ellos”

No puedo negar que la inmensa mayoría de las personas que conozco interesadas en nuevas tecnologías pertenecen irremediablemente a un grupo incluido en esa definición, los cuales estarían exactamente igual de complacidos con la mitad de “aparatos” que utilizan día a día (o al menos con versiones más rudimentarias que las que poseen) pero la necesidad de “actualizarse” los empuja a adquirir productos para remplazar a sus actuales posesiones, seguramente aquellos que estéis leyendo esto (si hijo si…) estéis incluidos en este grupo y ni lo sepáis, pero no por ignorancia sino por inconsciencia, o lo que es lo mismo, que no os habéis parado a pensarlo, chat@s.

Situando a mis allegados dentro o fuera de este grupo me ha abordado la necesidad de generar otro grupo a fin de poder clasificar las necesidades reales de cada uno. Mi punto de vista es que aquella gente consciente de su ávida necesidad de tecnología se subdivide a su vez en otros dos grupos: los materialistas y los teóricos. Bien, digamos que los materialistas son aquellos que tienen la necesidad de poseer físicamente tales elementos tecnológicos como disfrute puro de la experiencia tecnológica mientras que los segundos les basta y les sobra con conocer el funcionamiento de los mismos. Ambos tienen unas bases teóricas similares; pues les interesa al mismo nivel el funcionamiento de la tecnología pero unos desean disfrutarla y otros se contentan con otras cosas.

Sinceramente yo me incluiría en el grupo de los materialistas; pues estoy fuertemente interesado en el funcionamiento de los medios que el ser humano ha conseguido poner a su alcance y, si tengo la posibilidad de ello por supuesto, adquirirlos para disfrutarlos. Esto no quiere decir que mi interés sea puramente materialista, pues me intereso más por el “¿cómo?” que por el “¿para qué?” en lo que a teoría se refiere, pero a la hora de adquirirlo el orden del interés se invierte.

De este modo obtengo dos principales grupos de consumistas tecnológicos: aquellos inconscientes que suelen moverse en coche y han adquirido último iPod Classic de 160 GB (que enchufan por USB en la radio porque los CD’s son demasiado incomodos para llevar en el coche) porque no les da con el de 80 GB para añadir la última discografía completa del último “grupete” que han escuchado en el último garito que estuvieron ayer y decir “llevo encima toda su discografía” aunque no la vayan a escuchar nunca y por otro lado aquellos “conscientes” que han adquirido el último Zen X-Fi 2 de 8 GB porque cuesta la mitad, porque entienden cómo afectan los hercios a la calidad del sonido y saben que, pese a no tener una estética tan visual como pueda tener la competencia son conscientes de lo que van a saber disfrutar cada facultad del producto. A su vez he considerado necesario dividir este último grupo entre aquellos que desean poseer el producto para su uso porque realmente creen que va a ser beneficioso para ellos o bien los que saber que existe tal avance les llena lo suficiente y se conforman materialmente con otra cosa. Claro está que esto son divisiones que poseen muchos grises entre ellas, pero es más fácil crear límites imaginarios cercanos a los núcleos/extremos. Lo realmente “triste” es que el primer grupo de todos vea condicionada su felicidad real en base a lo poseído.

Por último, y todo esto en esos quince minutos de totalitaria reflexión, traté de clasificar a mi amiga, la que me tachó de consumidor empedernido y me percaté de que ella no se encuentra tan alejada de mi (pese a que le baste y le sober con la teoría) en este “esquema mental”; pues disfruta de su MP3 el cual le agobia que no tenga batería, se relaciona con sus amigos a través de Facebook con su portátil, el cual también usa para ver sus series predilectas y porta su móvil (en breve Smartphone) allá donde va.

Mi idea de este asunto es dejar claro mi punto de vista: actualmente adquirimos chips, plástico y pantallas liquidas para nuestro goce y disfrute personal (a expensas de cuál sea este) mientras que hace unos años eran términos algo snobs ahora son como el pan de cada día.

martes, 5 de octubre de 2010

Oídos urbanos

Es apasionante ver cómo influye la música a nuestro estado de ánimo diario, incluso en situaciones extremas nos tiende una mano - casi siempre imperativa e involuntaria – y nos empuja irremediablemente a soltarle un puntapié a nuestro alma para tornarla 180 grados.

Como en otras ocasiones el día de hoy ha amanecido neutro y grisáceo. Los suaves grilletes de Morfeo derriban hasta la más fuerte de mis determinaciones para abandonar la cama sirviéndose de mi memoria inmediata, la cual se encarga de rememorar lo alentador que es sentarte otra jornada más delante de un ordenador – objeto al que he dedicado parte de mi breve existencia – sin propósitos evidentes en demasía. Pero claro, te meas, y te levantas.

Tras una ducha, un copioso desayuno en buena compañía y un raudo emperifollamiento estando – pese al agua – aún más dormido que lúcido, sales por la puerta y bajas a la calle atisbando una dulce introducción al caos de lo que posiblemente será la mañana calmando tu ansiedad acompasando tus pasos por la acera con los golpes de caja y hi-hat. Más tarde, agotada ya la jornada laboral, te deslizas fuera del trabajo - agraciado quien lo tenga - recibiendo gozoso al sol en la cara y a base de papel secante recuerdas amores pasados que ya no están, perdiéndote en abrazos vacíos convirtiendo el exuberante calor del sol en fútiles caricias en el rostro, para luego permitir fluir en tu cerebro historias prohibidas que hacen renacer al coraje cual fénix.

¿A caso es cierto que la música amansa a las fieras? Bien es cierto que situaciones hermanadas pueden parecer tremendamente dispares según su banda sonora, pero ¿hasta qué punto pueden dichas bandas sonoras modificar e influenciar tales realidades? Hacer una compra rápida cual hombre automático difiere mucho de hacerla teniendo algo en el camino que estorbe al más pintado.

Y es que puedes estar hundido en un agujero que en pocos minutos un rebel strawberry te alegra el momento. Las esperanzas temporales que nos brinda la música no son comparables a nada en lo que a cambios de estado de ánimo se refiere, echándonos una mano a percibir que, a pesar de toda la mierda que hay ahí fuera, en este mundo no se está tan mal.

lunes, 4 de octubre de 2010

Aflicción

Desconozco el significado real y certero de la palabra “aflicción” pero según he intentado comprenderlo a raíz de los contextos que me he ido encontrando a lo largo de mi escasa experiencia literaria diría que se trata de algún tipo de dolor o malestar interno causados por alguna patología. Diría que la clave del asunto es la expresión “dolor interno”.

Ayer salí por la noche con unos amigos, era la fiesta de cumpleaños de una amiga que conocí hace poco a través de otro amigo. A excepción de un par de contratiempos (que nada tuvieron que ver conmigo) la noche fue bastante agradable. Estuvimos cenando tranquilamente en un restaurante del extrarradio y tras esto nos dirigimos al típico local de moda en el centro. Cabe decir que éramos un grupo relativamente grande (diez personas más o menos) de entre los cuales yo solo tenía total confianza con el amigo que antes mencioné. De hecho yo entré en este grupo hace poco tiempo gracias a él. Es un grupete agradable, con sus más y sus menos como todos, pero buena gente.

En realidad no tenía ganas de salir por ahí durante toda la noche, ese tipo de cosas no van demasiado conmigo. Aunque luego, una vez allí, disfrute y me lo pase bien, siempre recuerdo mi antigua vida de pareja. Ayer, a las 6 de la mañana mientras esperaba el primer tren de metro aun semiborracho, me paré a mirar a mi alrededor y a pensar, mientras observaba a la decena de chavales que aguardaban como agua de mayo aquello que les llevaría a sus ansiadas camanas, que qué pintaba yo allí. Imágenes de mi ex novia y yo tumbados en el sofá dormidos uno sobre el otro golpeaban mi mente. Es irónico caer en la cuenta de que uno de los motivos por los que me planteé dejarlo con ella fuese el sentir la necesidad de salir por ahí hasta las tantas.

Dicen que el ser humano es tan simple que siempre desea lo que no tiene. Me alegra haber podido abandonar esa manera de pensar; bien es cierto que he tenido que perder mucho, más de lo que puedo soportar – de verdad que aún no se cómo he podido llegar hasta aquí – para valorar lo que tengo, tanto lo bueno como lo malo. Podría decir que a toda esta trayectoria, que por ahora termina en mi estado mental actual, y todo lo que he tenido que atravesar para aprender a utilizar las herramientas mentales –aún algo rudimentarias – que hoy poseo (y que antes tan ignorantemente creía poseer) es a lo que yo llamo aflicción.


sábado, 2 de octubre de 2010

Nacimiento

Un pixel es, aproximadamente, 0,03 centímetros de alto por 0,03 centímetros de alto. La Luna mide aproximadamente 38 millones de kilómetros cuadrados. Imaginaos pues qué sintió el Pixel cuando, al asomarse por la ventana del balcón en una noche maravillosamente estrellada de Madrid al ver la imponente Luna en el cielo.

Aquella noche la Luna, quien cansada de dar vueltas sola alrededor de la Tierra, se detuvo momentaneamente al reparar en un diminuto punto en la superficie del planeta. El pixel no podía entender como el maravilloso cuerpo celestial podía haberse detenido para fijarse en el. De entre todos los trillones de pixels que conformaban la superficie del mundo conocido aquel ente cuasi perfecto se había fijado exclusivamente en él. En ese mismo momento el pixel cogió aire e infló el pecho para demostrarle a la Luna lo especial y singular que se sentía, tanto aire tomó que el pecho aun a día de hoy se mantiene en la misma postura - algo que divierte tremendamente a la Luna -.

Si bien la Luna no terminó de entender qué vio en el pequeño Pixel, éste lo entendía aún menos, pero la conclusión de ambos fue parecida; "Algo tendrá este Pixel, si la Luna ha detenido su mirada".


Desde aquella noche y durante varios años después la Luna se detenía en ese mismo punto una vez al día e iluminaba al pequeño punto con toda su energía y pasión haciendo que éste resplandeciese como si fuese capaz de emitir todos los colores conocidos al mismo tiempo, cuando en realidad - y esto no lo sabía ninguno de los dos – lo único que hacía era reflejar la bella luz de la luna.

No tardó el pixel en encandilar a la Luna y esta en enamorar al primero, y pese a la enorme distancia que había entre ellos dicho amor fue más fuerte que cualquiera hasta la fecha conocido; de haber sido posible la Luna hubiese abandonado todo por el Pixel, y de haber podido éste habría hecho cualquier cosa por tocar a su amada Luna.

Una de aquellas noches, como en todas hasta la fecha, la Luna se detuvo como siempre hacía pero no vio al pixel. Este en realidad si estaba allí, pero se había dado la vuelta y por lo tanto no era capaz de reflejar la luz de la Luna. La Luna aguardó durante horas, desesperada por no saber donde se encontraba su amado, quien una y cien veces había prometido a la Luna que nunca se movería de allí. Pasadas las horas finalmente el Pixel se volteó y la Luna, sonriente, lo divisó. Pero eran amargas las palabras que el Pixel pronunció. "No siento la necesidad de reflejar tu luz por más tiempo". La Luna, muerta por dentro, se quebró en un millón de pedazos y sobre la Tierra calló. Por fin el Pixel y la Luna podían tocarse, pero ya era demasiado tarde.

El Pixel jamás volvió a brillar, y entendió, aunque tarde, su error. De mil y un maneras se arrepintió, tanto por el dolor que a la Luna causó como el sentir la ausencia de su amor lo mató.

Tiempo ha de esta historia, de la cual salió una Luna rota, que trata de reconstruirse día a día y un Pixel muerto portador de fe y vientos de reencuentro que jamás abandonará.